Velas...

Alicia era una mujer de mentalidad pragmática y aplicaba sistemáticamente el método científico a cualquier cuestión que se le pusiera delante; quizás por eso, a sus 45 años, vivía sola: ningún XY superó sus criterios de selección.

La casa, un poco apartada del pueblo, era una auténtica mansión de principios del XIX que había conseguido a un precio casi de saldo y que había rehabilitado con un gusto exquisito. El hecho de que se construyera en la pequeña colina donde la inquisición había quemado a cinco brujas de la comarca (estaba documentado en el archivo histórico de la capital) y que los que la construyeron murieran de forma un tanto extraña no asustó a Alicia, todo lo contrario, junto con el bajo precio, fue un aliciente.

Por las noches dejaba dos velas encendidas en la ventana que era visible desde el pueblo con la clara intención de provocar a sus crédulos vecinos. Le habían advertido que esa práctica invitaba a la visita de los espíritus atormentados por muertes injustamente ignominiosas que vagaban en busca de venganza.

Una noche, desde el pueblo, sólo se veían dos tenues brillos en la ventana y un difuso resplandor en el interior de la estancia. A la mañana siguiente la chica de la limpieza la encontró tumbada en la cama; en las cuencas vacías de sus ojos crepitaban casi extintos dos cabos de vela. En la ventana, posados en el alféizar, sus ojos parecían mirar al infinito.

(P.D. En el número de agosto de 2006 de la revista “Paranormals” el Dr. J.Norton publica un artículo en el que advierte de la no conveniencia de encender velas, a las que llama faros de orientación de los espíritus errantes.)